La fuerza de sus voces se pierde entre los kilómetros que separan a Venezuela de Ecuador. La voz de Agny, desde Tulcán, es tan tenue que a ratos se deja de escuchar. Manuel y Ariagnys, a más de 2.200 kilómetros en Maracay, se tienen que pegar al celular para entender lo que dice y luego usar todo el tenor de su voz para expresar el mayor afecto posible a su mamá.

Vivir en el abandono

Por Génesis Carrero Soto

.- La fuerza de sus voces se pierde entre los kilómetros que separan a Venezuela de Ecuador. La voz de Agny, desde Tulcán, es tan tenue que a ratos se deja de escuchar. Manuel y Ariagnys, a más de 2.200 kilómetros en Maracay, se tienen que pegar al celular para entender lo que dice y luego usar todo el tenor de su voz para expresar el mayor afecto posible a su mamá.
Desesperanza, esa es la carga que llevan todos y que demuestran con su tono bajito y plano.

—Los quiero hijos… Dios los bendiga —les dice Agny.
—Nosotros también te queremos, mami —contesta Ariagnys.
—Adiós, mamá —dice Manuel antes de colgar —Ción.

Han estado separados desde hace un año y tres meses, no pueden abrazarse, cambiaron de casa varias veces, han corrido peligros y han pasado hambre. En este tiempo Agny y sus cuatro hijos se han sentido tristes y solos añorando un reencuentro que parece no llegar, que se trunca a diario por causas propias y ajenas a ellos. Por ahora, ese volverse a ver, a tocar, a cuidar, es solo un sueño para esta familia separada por la migración forzada.

 

Más de 5 millones de venezolanos, una cantidad de personas con la que se podrían poblar hasta cuatro estados de esa nación, incluyendo el de mayor extensión, han salido del país hasta la fecha de acuerdo con un reporte de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), que fue actualizado la primera semana de septiembre de 2020. Los que se fueron, como el caso de Agny y su hija mayor Joagnys, lo hicieron huyendo de la violencia, de la inseguridad, de la crisis alimentaria y de salud que castiga a Venezuela. Algunos recompusieron su vida en el extranjero.

 

Pero el caso de Agny no es de éxito. A ella la precariedad la persigue desde que partió de Venezuela. Aunque no alcanza a medir lo mucho que la extrañan en Maracay, Agny carga con su propia cruz: la de estar en un país extraño, sin su familia y separada de sus hijos, incluso de Joagnys y de su hija más pequeña, Eliagny, de las que tuvo que separarse cuando llegó el COVID-19, mientras estaba en búsqueda de esa prosperidad que no aún no alcanzan como migrantes.

 

Desde el 14 de junio de 2019, cuando llegó a Ecuador, Agny ha tenido tres empleos diferentes y puede contar con los dedos de una mano las veces que ha logrado enviar dinero a sus hijos en Venezuela. Sus recursos se esfuman entre el alquiler y la manutención de su hija pequeña, su hija mayor -que aún es menor de edad- y de su nieta.

—A veces estoy bien, a veces triste. Otras con depresión, pero pidiéndole a Dios fortaleza para seguir adelante, aunque en oportunidades es difícil porque es duro estar tan lejos de mi familia —cuenta Agny.

 

Pese a los constantes cortes de energía eléctrica en Maracay, Agny mantiene una comunicación regular con sus hermanos y primas que tienen teléfonos inteligentes. A través de ellos sabe de su madre y de su esfuerzo por remontar la crisis, del comportamiento retraído de Manuel y del bullying que le hacen sus amigos, y de la necesidad de Ariagnys de estar con su mamá.

 

Todas ellas, las hermanas y la madre de Agny creen que debe volver a casa y juntar a su familia. Ella misma coquetea con la idea del retorno dependiendo de su situación, pero la agobia la idea de que regresar a Venezuela signifique estar peor y volver a pasar hambre.

En Ecuador, Agny estuvo trabajando en restaurantes y tenía garantizada la comida, además las propinas la ayudaban con la renta. Pero esa frágil estabilidad se quebró con la llegada de la pandemia al país que escogió como destino.

 

Agny perdió su trabajo, entonces su hija mayor debió quedarse en Guayaquil con su hermana pequeña y con su nieta, mientras que ella volvió a Tulcán. Allí vive sola y cruza una trocha a través de un río para llevar arroz y pollo a tiendas establecidas en la frontera ecuatoriana, que solicitan estos productos para pasar a Colombia y a otras ciudades de Ecuador.

 

El plan de llevarse a Manuel y a Ariagnys con ella parece ya no figurar. Los niños siguen sin documentos de identificación y ella no quiere que sean parte de los más de 25.000 menores de edad que salen de Venezuela sin acompañamiento desde el año 2015, de acuerdo con la data de Acnur.

 

Mientras tanto, Manuel y Ariagnys siguen navegando en la incertidumbre que envuelve a más de un millón de niños, niñas y adolescentes dejados atrás en Venezuela y que en muchos casos deciden migrar solos por el deseo de reencontrarse con sus familiares, pasando a ser parte de la población más vulnerable dentro de una crisis de la que no son culpables, una crisis que ya estaba cuando llegaron al mundo y que los arroja al abandono.