Se toman de la mano y parece que alrededor nada pasara. Aunque Manuel, de 12 años, es más alto que Ariagnys, de 10 años, suele apoyarse en ella y no solo en lo físico. El niño pone su cabeza sobre la espalda de su hermana mientras hablan.
Los que quedaron atrás
Por Génesis Carrero Soto
Se toman de la mano y parece que alrededor nada pasara. Aunque Manuel, de 12 años, es más alto que Ariagnys, de 10 años, suele apoyarse en ella y no solo en lo físico. El niño pone su cabeza sobre la espalda de su hermana mientras hablan. Cuando su tía Indiana dice que se lo va a llevar a Ecuador solamente a él, Manuel se levanta de un brinco y grita:
—Sin mi hermana yo no voy a ninguna parte.
Quizás tiene que ver con la convicción de que ambos saben que son lo único que les queda de su núcleo familiar, de los “suyos”. Tal vez porque vivir en tres casas distintas durante un año y tres meses les ha enseñado a ser incondicionales, o probablemente sea por aquello de que las cargas son más fáciles de llevar si alguien ayuda a sostenerlas.
La única certeza para Manuel y Ariagnys es que su mamá no está en Maracay, estado central de Venezuela, y que dependen de la abuela materna, de tíos y de primos que tengan la disposición de ocuparse de ellos, en tanto Agny resuelve cómo ayudarlos y buscarlos. En Ecuador, en la casa de Agny nada está bien y su sueño de poder ayudar económicamente a esos dos niños que dejó en territorio venezolano se convirtió en una quimera.
En los últimos ocho meses descontados del año y medio que ha pasado desde que se fue a ayudar a su hija mayor y a su nieta ante el peligro que corrían en Ecuador, Agny solo ha podido enviar dinero en dos ocasiones. Una vez para comprar unas sandalias para Manuel y otra más reciente en la que mandó $10 al cambio con los que Indiana y Edgar, sus dos primos que están a cargo de Manuel, pudieron comprar algo para comer ese día. A los niños les ha tocado esperar que alguien pueda ayudarlos y lidiar con sus propios fantasmas, sin una mamá lista para espantar al “coco” cuando acecha. De las cosas de Ariagnys se ocupa, como puede, la mamá de Agny, con quien la niña vive desde que ella se fue.
Comerse el azúcar y llenar el contenedor con sal, vaciar la harina de maíz en el lavaplatos, tomar cosas de otros y esconderlas, escapar de casa, volver con la noche y guardar silencio por largo tiempo son solo algunas de las acciones que Manuel emprendió tan pronto como la ausencia de su mamá comenzó a notarse.
Cuando cualquiera en casa le hace algún reclamo sobre sus actos, el niño de 12 años solo baja la cabeza y deja ver el pelón que tiene en el cuero cabelludo. El estrés emocional al que está expuesto y que lo hace perder su cabello es tratado por los adultos a su alrededor “como se puede”: con regaños, castigos y a veces hasta alguno que otro correazo. Manuel tiene que enfrentar otro problema, las burlas que recibe de otros niños de su edad.
Los recursos para llevarlo a algún especialista escasean y la falta de conocimientos sobre el tema llevan a su abuela y a sus tías a controlar los actos del pequeño, que ellas dicen que quiere llamar la atención, pasando de mano en mano la crianza de Manuel, y en consecuencia la de Ariagnys.
Ambos, arrastrados en un torbellino de carencias, son parte de la cifra de más de un millón de niños, niñas y adolescentes venezolanos “dejados atrás”, término adoptado por organizaciones como la Agencia de la ONU para Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones para referirse a los menores de edad a quienes los migrantes dejan en sus países al cuidado de terceros, que pueden ser o no sus familiares.
Falta de amor y rechazo, concluyó una tía segunda de Manuel luego de que una especialista lo evaluara y le dijera que el niño necesitaba a su mamá. Wendy Sumosa, psicóloga clínica infanto-juvenil, recuerda que la falta de estabilidad en el desarrollo de un niño o adolescente irrumpe de manera importante en la formación de su personalidad, y que actuaciones que pudiesen ser rasgos adaptativos a una situación compleja pueden tornarse en parte de su forma de ser más adelante.
“Es un duelo importante para los niños que alguien los deje atrás por las circunstancias que sean y las consecuencias van a variar dependiendo de esas condiciones. En el caso de Manuel y Ariagnys, que son unos preadolescentes, están en ese momento de consolidar su personalidad y es importante que tengan un elemento que les genere estabilidad… Son vivencias que a la larga pueden desencadenar consecuencias como personalidades dependientes, o por el contrario personas desarraigadas”, sostiene la especialista.
Cuando Agny corrió tras su hija mayor, Joagnys, no tenía otra opción. Siempre lo recalca: “Era eso o perder a mi nieta”. Para ese momento los niños que dejó en Maracay, una ciudad del centro de Venezuela ubicada en el estado Aragua, vivían en una casa tipo conserjería de la escuela pública en la que sus padres son los encargados de la limpieza y el mantenimiento.
Dos cuartos con dos camas grandes y un salón que sirve de sala y cocina eran los únicos espacios disponibles para que habitaran los dos hijos que Agny dejó, sus dos sobrinos, una de sus hermanas y sus padres. Fue así como la falta de espacio y de paciencia generó que Manuel se mudara a la casa de su bisabuela, en La Morita, cerca de ese colegio en el que vivía junto a su mamá.
Ariagnys se quedó en casa un tiempo más hasta que Manuel colmó también la paciencia de una de sus tías y fue enviado a vivir una tía abuela y con Indiana y Edgar, dos primos de su madre que se encargan ahora de sus cuidados. Ariagnys fue a parar a la casa de esa bisabuela, ahora habitada por ella y la madre de Agny.
Cuando se les pregunta cómo están, los niños de Agny asienten y sueltan un tímido “bien”. La actitud divertida y cómplice de Indiana, sumada a la rectitud y disciplina de Edgar hacen que Manuel disipe un poco el hecho de que no tiene a su mamá y que la tía que lo cuidaba partió también hace poco a Colombia.
Cuando hablan, Ariagnys le pide a Manuel que levante la cabeza, que alce la voz. Si están en una llamada con Agny, la niña no para de preguntar por su sobrinita o su hermana menor, pero Manuel solo contesta con monosílabos y frases cortas. La incomodidad es notable y al cuestionarlo al respecto solo alcanza a decir.
—Es que no me gusta tener que verla por una pantalla.